lunes, 26 de diciembre de 2022

Católico: luchar contra la miseria y abrazar la pobreza


 En el libro "Dios o nada" nos dejó el Cardenal Robert Sarah una impresionante catequesis sobre la pobreza a la que los católicos de hoy les resulta una situación poco menos que despreciable.

Absorbidos por un entorno de "a la última moda": el último iPhone, el último televisor con la última pantalla (y uno en cada habitación de la casa), el último vestido de la última marca de moda, la casa propia, la de los automóviles que alcanzan velocidades 2 ó 3 veces la permitida, las mascotas...

"¿...por qué habla usted tan a menudo de la estrecha relación entre Dios y los pobres?" (Le pregunta al cardenal en relación a la lucha contra la miseria en el dicasterio Cor unum al que consagró varios años de su vida)"

"El Evangelio no es un eslogan. Y lo mismo se puede decir de nuestra actividad dirigida a aliviar los sufrimientos de los hombres: no se trata de hablar ni de disertar, sino de trabajar humildemente y de tener un profundo respeto hacia los pobres. Recuerdo, por ejemplo, haberme rebelado al escuchar la frase publicitaria de una organización caritativa católica que no andaba lejos de insultar a los pobres: «Luchemos por la pobreza cero». Ningún santo –y solo Dios sabe cuántos santos de la caridad ha engendrado la Iglesia en dos mil años– se habría atrevido jamás a hablar así de la pobreza y de los pobres. Tampoco Jesús tuvo esta pretensión. Ese eslogan no respeta ni el Evangelio ni a Cristo. Desde el Antiguo Testamento, Dios está con los pobres; y las Sagradas Escrituras no dejan de alabar a «los pobres de Yahvé». El pobre se siente dependiente de Dios: ese vínculo constituye el fundamento de su espiritualidad.

El mundo no le ha favorecido, pero toda su esperanza, su única luz, está en Dios. La exhortación del salmo 107 es especialmente significativa: «Dad gracias al Señor por su misericordia, por sus maravillas con los hijos de Adán. Porque sació al alma sedienta, y a la hambrienta la llenó de bienes. Habitaban en tinieblas y sombras de muerte, cautivos entre miseria y cadenas […]. Pero Dios levanta de la miseria al pobre y multiplica como un rebaño sus familias». La pobreza es un valor bíblico confirmado por Cristo, que exclama con vehemencia: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos» ( Mt 5, 3). Y san Pablo, igual que Jesucristo, dice: «Nuestro Señor Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza» ( 2 Co 8, 9). Sí, la pobreza es un valor cristiano. El pobre es el que sabe que él solo no puede vivir. Necesita a Dios y a los demás para existir, desarrollarse y crecer. Los ricos, al contrario, no esperan nada de nadie. Pueden satisfacer sus necesidades sin recurrir ni a los demás ni a Dios. En este sentido, la riqueza puede conducir a una gran tristeza y a una auténtica soledad humana, o a una espantosa miseria espiritual. Si un hombre necesita de otro para comer y sanar, genera necesariamente una gran dilatación del corazón. Por eso los pobres están más cerca de Dios y viven entre ellos una gran solidaridad: obtienen de esta fuente divina la capacidad de permanecer atento al otro. La Iglesia no debe combatir la pobreza, sino librar una batalla contra la miseria y, especialmente, contra la miseria material y espiritual. Es vital comprometerse para que todos los hombres tengan lo mínimo con que vivir. Desde los primeros tiempos de su historia, la Iglesia busca transformar los corazones para desplazar las fronteras de la miseria. La Gaudium et spes nos invita a luchar contra las miserias, no contra la pobreza: «El espíritu de pobreza y de caridad son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo». Hay una diferencia fundamental entre miseria y pobreza. En su mensaje anual para la Cuaresma del año 2014, Francisco distinguía la miseria moral, la miseria espiritual y la miseria material. Para el Papa, la miseria espiritual es la más grave, porque el hombre queda apartado de su fuente natural, que es Dios. Por eso escribe que «la miseria espiritual nos golpea cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si consideramos que no necesitamos a Dios, que en Cristo nos tiende la mano, porque pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, nos encaminamos por un camino de fracaso. Dios es el único que verdaderamente salva y libera». La miseria material, por su parte, conduce a una forma de vida infrahumana, origen de grandes sufrimientos. El horizonte parece no existir ya. Pero no tenemos derecho a confundir miseria y pobreza, porque haríamos mucho daño al Evangelio. Recordemos lo que nos ha dicho Cristo: «A los pobres los tendréis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis» ( Jn 12, 8). Quienes quieren erradicar la pobreza hacen mentir al Hijo de Dios. Caen en el error y la mentira. El Papa ha querido desposarse con lo que san Francisco llamaba la «señora pobreza». El Poverello de Asís recomendaba a sus hermanos que llevaran pobres hábitos, que vivieran de su trabajo para garantizar el sostenimiento de la comunidad, que no exigieran nunca un salario como debido. Les pedía que no poseyeran bienes materiales, sino que en todas partes fueran «peregrinos y extranjeros en este mundo, sirviendo al Señor en humildad». San Francisco de Asís quiso ser pobre porque Cristo eligió la pobreza. Si llama a la pobreza virtud regia, es porque brilló con esplendor en la vida de Jesús, Rey de reyes y Señor de señores, y en la de su madre, María de Nazaret. No olvidemos la magnífica exclamación del corazón de nuestro Papa cuando el 16 de marzo de 2013, en los albores de su pontificado, afirmó delante de los periodistas del mundo entero: «¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres!». También suelo pensar a menudo en el voto de pobreza de los religiosos: ¿sabe nuestro mundo que los hombres y las mujeres que lo pronuncian lo hacen para estar lo más cerca posible de Cristo? El Hijo quiso ser pobre con el fin de mostrarnos el mejor camino para encontrarnos con Cristo. El proyecto «pobreza cero» suprime y elimina físicamente los votos de los religiosos y de los sacerdotes. Sé que no todos los sacerdotes están obligados a hacer un voto de pobreza absoluta. Pero, contemplando a Cristo, creo firmemente que el sacerdocio está unido a la pobreza. El sacerdote es un hombre de Dios, un hombre de oración y humildad, un contemplativo que busca ayudar a sus hermanos a penetrar en el misterio del amor de Dios. Ser sacerdote es comportarse como Jesús, no tener nada, no desear nada y ser solo de Dios: « Mihi vivere Christus est et mori lucrum» («Para mí, el vivir es Cristo, y el morir una ganancia») ( Flp 1, 21). Como presidente del Pontificio Consejo Cor unum, consagré mis días a luchar contra la miseria, especialmente en los frentes más doloridos de la humanidad. Se trataba de un combate exigente por hacer llegar los primeros auxilios a quienes ya no tienen nada, ni comida, ni ropa, ni medicinas. En mi oración pienso a menudo en la miseria de la soledad y en quienes no reciben ninguna atención humana.

 La humanidad nunca ha sido tan rica, pero alcanza cimas de miseria moral y espiritual insólitas debido a la pobreza de nuestras relaciones interpersonales y de la globalización de la indiferencia. En la lucha contra la miseria existe esa dimensión fundamental que consiste en volver a dar al hombre su vocación de hijo de Dios y la alegría de pertenecer a la familia de Dios. Si no incluimos el aspecto religioso, caemos en la filantropía o en una acción humanitaria secular que olvida el Evangelio. En esto se distingue la caridad cristiana de la acción de las organizaciones civiles: ¡la diferencia es Cristo! El Hijo de Dios ama a los pobres: otros pretenden erradicarlos. ¡Qué utopía mentirosa, irrealista, casi tiránica! Siempre me emociona y maravilla lo que afirma la Gaudium et spes: «El espíritu de pobreza y de caridad son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo». Debemos ser precisos cuando elegimos las palabras. El lenguaje de la ONU y de sus agencias, que quieren eliminar la pobreza confundiéndola con la miseria, no es el de la Iglesia de Cristo. ¡El Hijo de Dios no ha venido a hablar a los pobres con eslóganes ideológicos! La Iglesia debe desterrar los eslóganes de su lenguaje. Porque han embrutecido y destruido a los pueblos cuya conciencia intentaba seguir siendo libre."

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