jueves, 30 de noviembre de 2017

La Iglesia tiene necesidad de santos.

“La Iglesia de hoy no tiene necesidad de nuevos reformadores. La Iglesia tiene necesidad de nuevos santos”. San Juan Pablo II conmemorando en Milán a San Carlos Borromeo:

Resulta alarmante la crisis del concepto de Iglesia, la eclesiología; pero ¿dónde está el principal punto de ruptura, la grieta que, avanzando cada vez más, amenaza la estabilidad del edificio entero de la fe católica?

Benedicto nos recuerda el verdadero sentido de la Iglesia que instituyó Nuestro Señor Jesucirsto «Mi impredsión es que se está perdiendo imperceptiblemente el sentido auténticamente católico de la realidad “Iglesia”, sin rechazarlo de una manera expresa. Muchos no creen ya que se trate de una realidad querida por el mismo Señor. Para algunos teólogos, la Iglesia no es más que mera construcción humana, un instrumento creado por nosotros y que, en consecuencia, nosotros mismos podemos reorganizar libremente a tenor de la exigencias del momento. Y así, se ha insinuado en la teología católica una concepción de Iglesia que no procede sólo del protestantismo en sentido “clásico”. Algunas eclesiologías posconciliares parecen inspirarse directamente en el modelo de ciertas “iglesias libres” de Norteamérica, donde se refugiaban los creyentes para huir del modelo opresivo de “Iglesia de Estado” inventado en Europa por la Reforma. Aquellos prófugos, no creyendo ya en la Iglesia como querida por Cristo y queriendo mantenerse alejados de la Iglesia de Estado, crearon su propia Iglesia, una organización estructurada según sus necesidades».

«Para los católicos —explica Benedicto— la Iglesia está compuesta por hombres que conforman la dimensión exterior de aquella; pero, detrás de esta dimensión, las estructuras fundamentales son queridas por Dios mismo y, por lo tanto, son intangibles. Detrás de la fachada humana está el misterio de una realidad suprahumana sobre la que no pueden en absoluto intervenir ni el reformador, ni el sociólogo, ni el organizador. Si, por el contrario, la Iglesia se mira únicamente como mera construcción humana, como obra nuestra, también los contenidos de la fe terminan por hacerse arbitrarios: la fe no tiene ya un instrumento auténtico, plenamente garantizado, por medio del cual expresarse. De este modo, sin una visión sobrenatural, y no sólo sociológica, del misterio de la Iglesia, la misma cristología pierde su referencia a lo Divino: una estructura puramente humana acaba siempre en proyecto humano. El Evangelio viene a ser entonces el “proyecto-Jesús”, el proyecto liberaciónsocial, u otros proyectos meramente históricos, inmanentes, que pueden incluso parecer religiosos, pero que son ateos en realidad».

El sacerdote y teólogo crítico alemán Gotthold Hasenhüttl ha abandonó oficialmente la Iglesia Católica. Hasenhüttl, de 76 años, fue suspendido del sacerdocio en 2003, por celebrar «oficios ecuménicos» en los que se invitaba a comulgar indistintamente a católicos y protestantes. En 2006 se le prohibió enseñar «en nombre de la Iglesia católica», tras persistir en sus errores.

El 11 de noviembre se conmemoró el décimo aniversario de la Summorum Pontificum y en muchas diócesis se oficiaron misas por el rito tridentino.

El papa emérito Benedicto XVI ha lamentado el «oscurecimiento» de Dios en la liturgia, lo que, según él, es la raíz de la crisis actual en la Iglesia. En el prefacio a una nueva edición rusa de su libro Teología de la Liturgia, Benedicto asegura que un malentendido generalizado de la reforma litúrgica llevó al hombre a colocar «su propia actividad y creatividad en el centro del culto».

Cúal es el espíritu de una verdadera reforma, y Benedicto nos señala, que "el activista, el que quiere construir todo por sí mismo, es lo opuesto del que admira –el "admirador"-. Restringe el área de su propia razón, y por eso pierde de vista el Misterio. Cuanto más se extiende en la Iglesia el ámbito de las cosas decididas y hechas autónomamente, tanto más angosta se convierte para todos nosotros. Se trata de algo que no procede de nuestro querer y de nuestro inventar, sino que nos precede, es algo inimaginable que viene a nosotros, algo que "es más grande que nuestro corazón". "

La reformatio, que es necesaria en todas las épocas, no consiste en el hecho de que podamos modelar cada vez "nuestra" Iglesia como más nos apetece, sino en el hecho de que siempre nos deshacemos de nuestras propias construcciones de apoyo a favor de una luz purísima que viene desde lo alto y que es al mismo tiempo la irrupción de la libertad pura.

San Buenaventura, explica el camino por el cual el hombre llega a ser él mismo, estableciendo una comparación con el tallista de imágenes, es decir, el escultor. El escultor no hace algo, dice el gran teólogo franciscano. Su obra es, en cambio, una ablatio: consiste en eliminar, en tallar lo que es inauténtico. De esta forma, mediante la ablatio, sale a la superficie la nobilis forma, o sea la figura preciosa. Así también el hombre, para que resplandezca en él la imagen de Dios, debe acoger principalmente la purificación por medio de la cual el escultor, es decir, Dios, le libera de todas las escorias que oscurecen el espacio auténtico de su ser y que le hacen parecer como un bloque de piedra bruto, cuando, por el contrario, habita en él la forma divina.

El activista, el que siempre quiere hacer, pone la propia actividad por encima de todo. Esto restringe su horizonte a la esfera de lo factible, de lo que puede convertirse en su objeto de su hacer. Hablando con propiedad, ve únicamente objetos. No está en condiciones de percibir lo que es más grande que él, porque esto pondría un límite a su actividad. Recorta el mundo según lo que es empírico. El hombre queda amputado. Con sus propias manos el activista se construye una prisión contra la cual protesta después a voz de grito.

La Iglesia no es sólo el pequeño grupo de los activistas que se encuentran juntos en un cierto lugar para comenzar una vida comunitaria. La Iglesia no es ni siquiera la multitud que los domingos se reúne para celebrar la Eucaristía. Por último, la Iglesia es más que el Papa, los obispos y los sacerdotes, que todos aquellos que están investidos del ministerio sacramental. Todos estos que hemos nombrado forman parte de la Iglesia, pero el radio de la "compañía", en la que entramos mediante la fe, va más allá, va incluso más allá de la muerte. De ella forman parte todos los santos, desde Abel y Abrahán y todos los testigos de la esperanza de que habla el Antiguo Testamento, pasando por María, la Madre del Señor, y sus apóstoles, por Thomas Becket y Tomás Moro, hasta Maximiliano Kolbe, Edith Stein y Piergiorgio Frassati. De ella forman parte todos los desconocidos y los no nombrados, cuya fe nadie conoció, salvo Dios; de ella forman parte los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos, cuyo corazón, esperando y amando, tiende hacia Cristo, "el que inicia y consuma la fe", como le llama la Carta a los Hebreos (12, 2). No son las mayorías ocasionales que se forman aquí o allá en el seno de la Iglesia las que deciden su camino o el nuestro. Los santos son la mayoría verdadera y determinante según la cual nos orientamos. ¡Nos atenemos a ella! Ellos traducen lo divino en lo humano, lo eterno en el tiempo. Ellos son nuestros maestros de humanidad, que no nos abandonan ni siquiera en el dolor y en la soledad, es más, en la hora de nuestra muerte caminan junto a nosotros.

LA CONCIENCIA ERRÓNEA. CONCIENCIA Y VERDAD

En una conferencia pronunciada en Dallas, Texas, durante el X Seminario de Obispos, en febrero de 1991. Benedicto XVI dedicó su atención a uno de los capítulos más relevantes de la Carta al Duque de Norfolk del anglicano converso y hoy beato J. H. Newman.  En esta carta aparecen unas reflexiones sobre la conciencia, uno de los temas más desarrollados por Newman.

Cuenta Benedicto que una vez un colega de más edad, al que preocupaba la situación del ser cristiano en nuestro tiempo, en el curso de una discusión expresó la opinión de que había que dar realmente gracias a Dios por haber concedido a tantos hombres poder ser increyentes con buena conciencia. En realidad, si se les hubiese abierto los ojos y se hubieran hecho creyentes, no habrían sido capaces en un mundo como el nuestro de llevar el peso de la fe y de los deberes morales que de ella se derivan. En cambio, puesto que siguen otro camino en buena conciencia, pueden sin embargo conseguir la salvación. Lo que me dejó atónito de esta afirmación no fue ante todo la idea de una conciencia errónea concedida por el mismo Dios para poder salvar con esta estratagema a los hombres; la idea, por así decirlo, de una obcecación enviada por Dios mismo para salvar a las personas en cuestión. Lo que me turbó fue la concepción de que la fe es un peso difícil de llevar y de que es apto sólo para naturalezas particularmente fuertes, como una especie de castigo o, en todo caso, un conjunto oneroso de exigencias a las que no es fácil hacer frente.

De acuerdo con esa concepción, la fe, lejos de hacer más accesible la salvación, la haría más difícil. Por tanto, debería ser feliz justamente aquel al que no se le impone la carga de tener que creer y someterse al yugo moral que supone la fe de la Iglesia católica. La conciencia errónea, que le permite a uno llevar una vida más fácil e indica una vida más humana, será por tanto la verdadera gracia, la vía normal para la salvación. En los últimos decenios, concepciones de este tipo han paralizado visiblemente el impulso de la evangelización: el que entiende la fe como una carga pesada, como una imposición de exigencias morales, no puede invitar a los demás a creer; prefiere más bien dejarles en la presunta libertad de su buena fe.

Lo que me aterró en el argumento antes indicado fue sobre todo la caricatura de la fe que me parecía ver allí. No obstante, siguiendo un segundo hilo de reflexiones, me pareció que también era falso el concepto de conciencia que se daba por supuesto. La conciencia errónea protege al hombre de las onerosas exigencias de la verdad, y de esta manera lo salva…

En el salmo 19,13 se contiene esta afirmación, que merece ponderarse: «¿Quién reconoce sus propios errores? Perdóname, Señor, mis pecados ocultos». Aquí no se trata de objetivismo veterotestamentario, sino de la más profunda sabiduría humana: no ver ya las culpas, el enmudecimiento de la conciencia en ámbitos tan numerosos de la vida, es una enfermedad espiritual mucho más peligrosa que la culpa que uno está, aun en condiciones de reconocer como tal. El que ya no es capaz de reconocer que matar es pecado ha caído más profundamente que el que todavía puede reconocer la malicia de su comportamiento, ya que se ha alejado más de la verdad y de la conversión.


AD DOMINUM. EL ALTAR FUERA DE SU SITIO

Klaus Gamber, liturgista alemán, muerto en 1989, en su libro Tounés vers le Signeur! (¡Vueltos hacia el Señor) pone en discusión una de las innovaciones litúrgicas más sonadas y simbólicas del posconcilio: la celebración  de la misa con el sacerdote de cara a los fieles.

Para Gamber es un error que hay que corregir: "Se cree que de esta manera se hace revivir un uso del cristanismo primitivo. Pero se puede probar con certeza que nunca existió, ni en la Iglesia de Oriente ni en la de Occidente, una celebración Versus populum y todos se dirigían siempre hacia Oriente para rezar, ad Dominum". Oriente, el lugar donde había aparecido la salvación.

Recordemos que en julio de 2016, el prefecto de la Congregación para el Culto Divino aconsejaba volver a “una orientación común” y pedía a los obispos que formen a los seminaristas en la realidad “de que no hemos sido llamados al sacerdocio para estar en el centro del culto litúrgico”. En su intervención en la conferencia de Sacra Liturgia en Londres, Sarah afirmó: “Es muy importante que volvamos tan pronto como sea posible a una orientación común, que los sacerdotes y los fieles se vuelvan juntos en la misma dirección – hacia el este o al menos hacia el ábside – al Señor que viene “.

Benedicto XVI, habló sobre esto, siendo entonces el guardián de la ortodoxia católica como prefecto para la doctrina de la fe...
"...la liturgia no es algo que puede "fabricar" el párroco o un equipo litúrgico, sino un don de la Iglesia anterior a la acción de la comunidad. Sólo si se la concibe como realidad anterior a las creaciones comunitarias o individuales puede realmente ser el centro de la Iglesia. Y puede incluso "catolizar" a la misma Iglesia. Porque la litrugia es de todos y a todos une.

La liturgia no es una autocelebración de la comunidad, sino que está orientada hacia el Señor. De manera que la mirada común, de cada fiel y del sacerdote va hacia el Señor. Durante los primeros siglos, dicha orientación era incluso física. La mirada se dirigía hacia Oriente donde aconteció la salvación.

En las antiguas basílicas romanas, incluida San Pedro, sexistió siempre un altar aislado en el centro de la iglesia donde el sacerdote celebraba de cara a la asamblea. Esto es porque durante los primeros siglos era orientar el ábside de la iglesia hacia Oriente. Pero no siempre fue materialmente  posible. Por ejemplo, en San Pedro, esta orientación era imposible porque había que respetar la posición de la tumba del apóstol. En otras iglesias intervenían otros factores, algunos lugares de culto estaban construidos sobre templos paganos. En estos casos se remediaba colocando el altar hacia Oriente, es decir, hacia la comunidad, aunque era solamente una consecuencia indirecta. La tesis de Gamber, que no es inverosímil, es que después de la homilía también la comunidad se daba la vuelta hacia Oriente, dando la espalda al sacerdote. Deducir de la posición del altar en las antiguas basílicas romanas la idea de la celebración versus populum ha sido un error de cierta interpretación en boga entre los años treinta y cincuenta.

Para mí el hecho histórico es importante desde el momento en que hace entender mejor el sentido profundo, interior, de la liturgia.

No se trata, pues, de discutir algunas cosas ya hechas. Pero no se puede negar que hoy existe un problema litúrgico grave. La presencia en las iglesias disminuye, casi a diario, en Europa y Estados Unidos. Existe un malestar insoslayable. ¿Cómo remediarlo? Algunos dicen que tenemos que "modernizar" más la reforma, dando más espacio a la creatividad, pero al final sólo queda la arbitrariedad de un grupo de la comunidad que toma en sus manos estas "actividades". Y la liturgia se queda cada vez más vacía.

Debemos afirmar con más fuerza la realidad del Misterio, el gran legado litúrgico en sus elementos esenciales, no exponer al arbitrio  de un sacerdote o un grupo litúrgico esa realidad que nos precede y que es más grande que nosotros. Solamente si se recobra esta gran sencillez litúrgica puede volver a atraer a los fieles.

Mi postura no es de oposición de la reforma litúrgica. Por un lado, es la defensa de los rasgos esenciales de la reforma contra una radicalización destructiva; y, por otro, es una reflexión crítica sobre algunos de sus aspectos.  Siempre ha sido así. Una liturgia es un hecho vivo, debe responder a cada momento concreto de la historia. Pero luego se puede descubrir que esa repuesta era superficial, y que he empeorado la liturgia. Así fue, precisamente, como nació el movimiento litúrgico: la idea original era que las reformas medievales, la germanización de la liturgia y los elementos añadidos en el siglo pasado habían oscurecido la sustancia de la auténtica liturgiua romana. Se trataba de volver a la sencillez y belleza de los orígenes.

Lo que ha desorientado a los fieles ha sido precisamente este clima de cambios continuos, cuando era tan hermosa aquella continuidad que no dependía ni del párroco ni siquiera de los decasterios romanos. Simplente, se sabía que era la litrugia de la Iglesia, lo cual no significaba que sea un concepto estático. Pero hemos pasado tantas inquietudes que, por el momento, estoy por un poco de paz litúrgica.

martes, 7 de noviembre de 2017

Nadie me dio la enhorabuena por mi hijo


Hace años, un grupo de compañeras asistíamos a unas jornadas en el hospital. Cuando le tocó el turno a una ponente, se quedó mirándonos y dijo: "Antes de comenzar, y aprovechando que hoy están aquí un grupo de matronas, quiero decirles lo mal que lo hicieron conmigo. Cuando nació mi hijo, nadie -y repitió la palabra nadie-, me dio la enhorabuena por ser madre, por tener un bebé precioso. Mi hijo es lo mejor que me ha pasado en la vida y no recibí felicitación alguna cuando llegó a este mundo. Lo siento, es algo que siempre llevaré clavado en el corazón".

Nunca lo olvidé, mis compañeras tampoco. Esa mujer estaba en lo cierto. Nadie felicita a unos padres que acaban de tener un hijo con síndrome de Down. No solo ignoramos el hecho de que acaban de ser madre y padre, sino que se son tratados como si se les viniera encima el mayor drama de sus vidas, como si comenzara un duelo. Nuestro silencio, cómplice, los deja a la intemperie de esa desolación e incredulidad que les cae como un alud de hielo.

He vuelto a esta historia a raíz de un caso que hemos tenido en el hospital hace unos meses. En cuanto lo supe, fui a verlos. El bebé dormía en neonatología por un problema de deglución; mientras sus padres, solos en la habitación, trenzaban a dos bandas la pena y el desconsuelo de un mundo que se les venía abajo.

Recuerdo el dolor, o mejor dicho, el desconcierto y la tristeza que reflejaban el rostro de esas personas. Él, sentado en un sillón con la mirada perdida; ella en la cama, callada. Su hijo, un precioso bebé de 3.200 gramos no estaba con ellos. Qué tristeza. Pero lo que más dolía era esa noticia que les había partido el alma; tenían un hijo con síndrome de Down. A pesar de la amniocentesis negativa, a pesar de la exactitud de la ciencia, a pesar de los pesares, su pequeño era y sería para siempre un ser diferente, un ser muy especial.

Una madre, Caroline White, relata su experiencia:
"Mis recuerdos de cómo me enteré de que mi hijo tenía síndrome de Down, cuando apenas tenía un día de vida, son muy vagos y borrosos. Estaba devastada. Mi mente entró en una espiral de miedo sobre el futuro que nos caería encima y me imaginé una vida de exclusión e incapacidad, de marginaciones, de miradas inapropiadas y de sentirme diferente.
Por un tiempo pensé que el dolor nunca se iría. En ese entonces, mi hijo no solo tenía síndrome de Down: era síndrome de Down. Yo misma lo encasillé en una categoría que responde a estereotipos anticuados y fallé en la misión de entender que en realidad era solo, y ante todo, un bebé. Mi bebé: Seb".
Y allí estaban estos padres, desamparados. Como si de pronto todo el horizonte alegre y florido que portaba el hijo se hubiera trasformado en un cielo lleno de nubes, grises, cargadas de tormentas. La palabra que mejor los definía era desolación. Aún estaban con los pies en el cielo, esperando quizás un milagro, esperando la confirmación, esperando saber el dichoso grado.

Y entonces lo hice. Les di la enhorabuena. Acababan de ser padres de un bebé y, como suelo hacer con todos los padres, yo les entregaba mi más sincera felicitación. Ambos me miraron fijamente tratando de entender. Les conté la historia de aquella madre en aquellas jornadas de padres con niños especiales. Les conté que ese pequeño llegaba a sus vidas como una bendición. Solamente era un bebé único, singular; un niño que precisaría unos cuidados concretos, otro entusiasmo, otra forma de crianza.

Lo querrán igual o más que su otro hijo. La fragilidad del pequeño, su candidez, su eterna inocencia sacará lo mejor de cada uno e incluso desarrollarán una sensibilidad y una ternura hacia él que ni siquiera ellos saben que poseen. Serán más fuertes, más grandes. Serán, inevitablemente, más sabios.

Pensé en su hijo y en esa frase de El Principito: "Cuando te hayas consolado (siempre se consuela uno), estarás contento de haberme conocido".

Les hablé de otros padres a los que he escuchado hablar sobre la alegría, sentido y profundidad que un niño de esas características les dio a sus vidas. Cuidar del más débil los hizo crecer. También les hablé de la presión social y de lo bueno que sería que contactaran con asociaciones lo antes posible.
"Y cuando le cuento a alguien que tengo un hijo con síndrome de Down, la respuesta más común que recibo es un Ah... y un sentimiento palpable de incomodidad. En más de una ocasión, a la interjección le sigue un 'Lo siento", Caroline W.
Los padres que tienen a un niño con síndrome de Down afirman que sus otros hijos han cambiado. Tener que cuidar, jugar, convivir con un hermanito distinto los lleva a ser más responsables, más maduros, más solidarios, más tolerantes, más generosos.

Un padre y periodista, Francisco Rodríguez Criado, escribió un libro (El diario Down) sobre sus vivencias cuando tuvo a su hijo:
"Descubrí la bondad de un niño que se cae de morros, sangra por la nariz y sigue sonriéndome pese a lo boludo que soy (pura estampa del perdón más generoso). Descubrí -tratando de perdonarme a mí mismo- la amarga sensación de haber traicionado a un hijo en los dos o tres primeros días de su existencia, cuando yo era incapaz de bajar al nido solo, como si en aquella cuna no estuviera el ser más dulce del mundo sino mis peores fantasmas. Descubrí el sufrimiento, que es consustancial a todo ser humano, sin excepción, mientras operaban a mi hijo a corazón abierto; y el alivio inexpresable de escuchar que todo había ido bien. Pero también descubrí que la paternidad ha sido para mí una experiencia tan dura como hermosa. Descubrí que el síndrome de Down no son más que tres palabras huecas, que mi hijo no sufre más ni menos que cualquier otro niño, que disfruta como un loco en el parque o tirándole del rabo a su perra Betty, y que su risa suena aún más viva y brillante que la de su hermano Mario, el pequeño y terrible Mario, que llegó sin avisar solo unos pocos meses después, con los cromosomas habituales, y que también descubrirá un día en Francisco al mejor hermano del mundo.
En definitiva, aprendí a querer a mi hijo por la escritura. Y he aprendido a ver el mundo con los preciosos ojos azules de mi Francisco. Cuando los ojos azules de Francisco me miran fijamente, solo ven a un padre borroso y algo marchito; pero cuando yo lo miro a él -y no es pasión ciega-, veo a un pequeño gran arquitecto dispuesto a levantar un muro indestructible. Un muro contra la adversidad, contra el miedo, contra la desazón".
Aquella tarde, cuando salí de la habitación, tomé aire y me detuve. El corazón me latía fuerte. En el fondo deseaba no haber tenido que hacerlo. Creo que mis palabras abrieron un camino a esos padres por el que transitar hasta restablecer la paz y la fortaleza que precisaban. Tenían otro hijo. Un niño maravilloso que preguntaba por el hermano. Se les veía serenos, sensatos, sabios.

¿Qué hacer en estos casos?

Mostrar a los padres la parte bella de la situación. Siempre la hay. Tagore decía: "Si lloras porque no ves el sol, las lágrimas te impedirán ver las estrellas".

Tratarlos como a todos los padres. Felicitarlos, darles la enhorabuena. Han tenido un hijo. Un hijo muy especial.

Ofrecer ayudas de webs, asociaciones. Nadie podrá guiarlos, asesorarles tan bien como otros padres en su misma situación.

Es decir, hacer lo que ellos esperan, lo que precisan. Escucharlos, nada más y nada menos. Solo escuchando a las personas, los auténticos expertos sabremos cuáles son sus deseos y necesidades. Por un momento, detener el tiempo, abrazarlos y permanecer al lado de esos padres que al principio se sienten tan desolados.

Después de todo, es una cuestión de amor. Es la opinión de las personas que conviven con un ser diferente. Ya lo dijo la poeta Dulce María Loynaz: "Amor es desenredar marañas de caminos en la tiniebla: ¡amor es ser camino y ser escala!".