martes, 8 de octubre de 2024

A quo primum BenedictoXIV. Magisterio de la Iglesia




BENEDICTO XIV

Referente a lo que está prohibido a los judíos residentes en las mismas ciudades y distritos que los cristianos

14 de junio de 1751 


Venerables Hermanos:

Salud y Bendición Apostólica.


   Mediante la gran bondad de Dios fueron colocados los cimientos de nestra Santa Religión Católica por primera vez  en Polonia hacia fines del siglo décimo, bajo Nuestro Predecesor León VIII, gracias a la celosa actividad del duque Mieceslas y su cristiana esposa, Dambrowska. Así lo aprendemos de Dlugoss, autor de vuestros Anales (Libro II, página 94). Desde entonces, la nación polaca, siempre piadosa y devota, se ha mantenido inalterable en su fidelidad a la santa religión adoptada por ella, y se ha apartado con aversión de cualquier clase de secta. Así, aunque las sectas no han ahorrado esfuerzos para encontrar un apoyo en el reino a fin de esparcir en él las semillas de suserrores, herejías y perversas opiniones, los polacos sólo han resistido cada vez más adicta y vigorosamente tales esfuerzos y han dado aún más abundantes muestras de su fidelidad.


   Tomemos algunos ejemplos de esta fidelidad. Debemos mencionar, en primer lugar, una que puede considerarse como peculiarmente apropiada para nuestro propósito, y que es en mucho la más importante. Es el espectáculo no sólo de la gloriosa memoria, guardada como reliquia en el sagrado calendario de la Iglesia, de los mártires, confesores, vírgenes, hombres notables por su eminente santidad, que nacieron, se educaron y murieron en el reino de Polonia, sino también de la celebración en el mismo reino de muchos concilios y sínodos que fueron llevados a feliz término. Gracias a la labor de estas asambleas se ganó una resplandeciente y gloriosa victoria sobre los luteranos, que habían probado todas las formas y maneras para obtener una entrada y asegurarse una base en este reino. Está, por ejemplo, el gran Concilio de Petrikau (Piotrkov), que tuvo lugar durante el Pontificado de Nuestro ilustre Predecesor y conciudadano Gregorio XIII(3), bajo la presidencia de Lipomanus, Obispo de Verona y Nuncio Apostólico. En este Concilio, para la gran gloria de Dios, se proscribió y excluyó definitivamente de entre los principios que gobiernan la vida pública del reino el principio de la "Libertad de Conciencia". Luego está el substancial volumen de las Constituciones de los Sínodos de la Provincia de Gnesen. En estas Constituciones se encomendó la escritura de todas las sabias y útiles promulgaciones y provisiones de los Obispos polacos para la completa preservación de la vida católica de sus greyes de la contaminación por la perfidia judía. Éstas se redactaron en vista del hecho de que las condiciones de la época exigían que cristianos y judíos habitaran juntos en las mismas ciudades y poblaciones. Todo esto muestra, sin duda, clara y plenamente, qué gloria (como Nos ya dijimos) ha ganado para sí la nación polaca preservando inviolada e intacta la santa religión que sus antepasados abrazaron hace tantos siglos.


   De los muchos puntos que acabamos de hacer mención, no existe ninguno que Nos sintamos que debamos quejarnos. excepto del último. Pero referente a este punto Nos vemos forzados a exclamar sollozantes: "¡Cómo se ennegreció el oro!" (Lamentaciones, Jer. IV, I). Para ser breves: de personas responsables cuyo testimonio merece crédito y que están bien enteradas del estado de los asuntos en Polonia, y de gentes que viven en el reino, que por su celo religioso han hecho llegar sus quejas a Nos y a la Santa Sede, hemos tenido conocimiento de los siguientes hechos. El número de judíos ha aumentado grandemente allí. Así, ciertas localidades, villas y ciudades que estaban antiguamente rodeadas de espléndidas murallas (cuyas ruinas son testimonio del hecho), y que estaban habitadas por un gran número de cristianos, como vemos en las viejas listas y registros todavía existentes, están ahora mal cuidadas y sucias, pobladas por gran número de judíos y casi despojadas de cristianos. Además, hay en el mismo reino un cierto número de parroquias en las cuales la población católica ha disminuido considerablemente. La consecuencia es que la renta procedente de tales parroquias ha mermado tan grandemente, que están en inminente peligro de quedarse sin sacerdotes. Además, todo el comercio de artículos de uso general, tales como licores y aun el vino, están también en las manos de los judíos; se les permite encargarse de la administración de los fondos públicos; se han hecho arrendatarios de posadas y granjas, y han adquirido haciendas de tierras. Por todos estos medios, han adquirido derechos de dueño sobre desgraciados cultivadores del suelo, cristianos, y no sólo usan su poder de una manera inhumana y sin corazón, imponiendo severas y dolorosas labores a los cristianos, obligándolos a llevar cargas excesivas, sino que, en adición, les infligen castigo corporal tal como golpes y heridas. De aquí que estos infelices están en el mismo estado de sujeción a un judío que los esclavos a la caprichosa autoridad de su amo. Es cierto que, al infligir castigo, los judíos están obligados a recurrir a un funcionario cristiano a quien está confiada esta función. Pero, como que este funcionario está obligado a obedecer los mandatos del amo judío, para no verse él mismo privado de su oficio, las tiránicas órdenes del judío deben ser cumplidas.


   Hemos dicho que la administración de fondos públicos y el arriendo de posadas, haciendas y granjas han caído en las manos de los judíos, para grande y diversa desventaja de los cristianos. Pero debemos también aludir a otras monstruosas anomalías, y veremos, si las examinamos cuidadosamente, que son capaces de originar aún mayores males y más extensa ruina que las que ya hemos mencionado. Es una cuestión cargada de muy grandes y graves consecuencias que los judíos sean admitidos en las casas de la nobleza con una capacidad doméstica y económica para ocupar el puesto de mayordomo. De este modo, ellos viven en térnlinos de intimidad familiar bajo el mismo techo con cristianos, y les tratan continuamente de una manera despectiva, mostrando abiertamente su desprecio. En ciudades y otros lugares puede verse a los judíos en todas partes en medio de los cristianos; y lo que es aún más lamentable, los judíos no temen lo más minimo tener cristianos de ambos sexos en sus casas agregados a su servicio. De nuevo, ya que los judíos se ocupan mucho de asuntos comerciales, amasan enormes sumas de dinero de estas actividades, y proceden sistemáticamente a despojar a los cristianos de sus bienes y posesiones por medio de sus exacciones usurarias. Aunque al mismo tiempo ellos piden prestadas sumas de dinero de los cristianos a un nivel de interés inmoderadamente alto, para el pago de las cuales sus sinagogas sirven de garantía, no obstante sus razones para actuar así son fácilmente visibles. Primero de todo, obtienen dinero de los cristianos que usan en el comercio, haciendo así suficiente provecho para pagar el interés convenido, y al mismo tiempo incrementan su propio poder. En segundo lugar, ganan tantos protectores de sus Sinagogas y de sus personas como acreedores tienen.


   El famoso monje Radulphus, en tiempos pasados; se sintió transportado por su celo excesivo, y era tan hostil a los judíos, que en el siglo XII atravesó Francia y Alemania predicando contra ellos como enemigos de nuestra santa religión, y acabó incitando a los cristianos a barrerlos completamente. A consecuencia de su celo intemperado gran número de judíos fueron sacrificados. Uno se pregunta qué haría o diría aquel monje si estuviera hoy vivo y viera lo que está ocurriendo en Polonia. El gran San Bernardo -se opuso a los desenfrenafos excesos del frenesí de Radulphus y, en su carta 363, escribió al clero y pueblo de la Francia Oriental como sigue: 


   "Los judíos no deben ser perseguidos; no deben ser sacrificados o cazados como animales salvajes. Ved lo que las Escrituras dicen acerca de ellos. Sé lo que está profetizado acerca de los judíos en el Salmo: "El Señor -dice la Iglesia- me ha revelado Su voluntad sobre mis enemigos: No les mates, para que mi pueblo no se vuelva olvidadizo». Ellos son, por cierto, los signos vivientes que nos recuerdan la Pasión del Salvador. Además, han sido dispersados por todo el mundo, para que mientras paguen la culpa de tan gran crimen, puedan ser testigos de nuestra Redención".


   Otra vez, en su carta 365, dirigida a Enrique, Arzobispo de Maguncia, escribe:


   "¿No triunfa la Iglesia cada día sobre los judíos de manera más noble haciéndoles ver sus errores o convirtiéndolos, que matándolos? No es en vano que la Iglesia Universal ha establecido por todo el mundo la recitación de la plegaria por los judíos obstinadamente incrédulos, para que Dios levante el velo que cubre sus corazones y les lleve de su oscuridad a la luz de la verdad. Pues si Ella no esperara que aquellos que no creen puedan creer, parecería simple y sin propósito rogar por ellos".


   Pedro, Abad de Cluny, escribió contra Radulphus en forma similar, a Luis, rey de los franceses. Exhortó al rey a no permitir que los Judíos fueran masacrados. Sin embargo, como está registrado en los Anales del Venerable Cardenal Baronius, en el año de Cristo 1146, él al mismo tiempo urgía al rey a tomar severas medidas contra ellos a causa de sus excesos, en particular a despojarlos de los bienes, que habían quitado a los cristianos o amasado por medio de la usura, y a usar lo dimanante para beneficio y ventaja de la religión.


   En cuanto a Nos, en esta cuestión, como en todas las demás, seguimos la línea de conducta adoptada por Nuestros Venerables Predecesores, los Romanos Pontífices. Alejandro III (4) prohibió a los cristianos, bajo severos castigos, entrar al servicio de judíos por cualquier período largo o convertirse en sirvientes domésticos en sus hogares. "No deben -escribió- servir a judíos por remuneración de forma permanente". El mismo Pontífice explica como sigue la razón de esta prohibición: "Nuestros modos de vida y los de los judíos son extremadamente diferentes, y los judíos pervertirán fácilmente las almas de las gentes sencillas a su superstición e incredulidad si tales gentes están viviendo en continua e íntima conversación con ellos". Esa cita referente a los judíos se encuentra en la Decretal "Ad hoec". Inocencio III (5), tras haber mencionado que los judíos estaban siendo admitidos por los cristianos en sus ciudades, advirtió a los cristianos que el modo y las condiciones de admisión debían de ser tales que evitaran que los judíos pagasen mal por bien: "Cuando son admitidos así por piedad en relaciones familiares con los cristianos, ellos compensan a sus benefactores, como dice el proverbio, como la rata escondida en el saco, o la serpiente en el pecho, o el tizón ardiente en el regazo de uno". El mismo Pontífice dice que es adecuado que los judíos sirvan a los cristianos, pero no que los cristianos sirvan a los judíos. y añade: "Los hijos de la mujer libre no deben servir a los hijos de la mujer esclava. Por el contrario, los judíos, como servidores rechazados por aquel Salvador cuya muerte ellos maliciosamente prepararon, deberían reconocerse a sí mismos, de hecho y de derecho, servidores de aquellos a quienes la muerte de Cristo ha liberado, de igual modo que a ellos les ha hecho esclavos", Estas palabras pueden leerse en la Decretal "Etsi ludaeos". De idéntica manera en otra Decretal, "Cum sit nimis", bajo el mismo encabezamiento, "De Judaeis et Saracenis", prohíbe la concesión de cargos públicos a los judíos: "Prohibimos dar nombramientos públicos a los judíos, porque ellos se aprovechan de las oportunidades que de este modo se les presentan para mostrarse amargamente hostiles a los cristianos", A su vez, Inocente IV(6) escribió a San Luis, rey de los franceses, que estaba pensando en expulsar a los judíos de sus dominios, aprobando el designio del Rey, puesto que los judíos no observaban las condiciones que les había impuesto la Sede Apostólica: "Nos, que anhelamos con todo Nuestro corazón la salvación de las almas, os concedemos plena autoridad por las presentes cartas para desterrar a los judíos arriba mencionados, sea por vuestra propia persona o por la mediación de otras, especialmente porque, según Nos hemos sido informados, ellos no observan las regulaciones redactadas para ellos por esta Santa Sede". Este texto puede encontrarse en Raynaldus, bajo el año de Cristo 1253, número 34.


   Así, pues, si alguno preguntare qué está prohibido por la Sede Apostólica a los judíos habitando en las mismas poblaciones que los cristianos, Nos responderemos que les está prohibido hacer procisamente las mismas cosas que se les permiten en el reino de Polonia, o sea todas las cosas que arriba hemos enumerado, Para convencerse de la verdad de esta afirmación no es necesario consultar un número de libros. Sólo es preciso repasar la Sección de las Decretales "De Judaeis et Saracenis" y leer las Constituciones de los Romanos Pontifices, Nuestros Predecesores, Nicolás IV (7), Pablo IV (8), San Pio V(9), Gregorio XIII (10) y Clemente VIII (11), que no son difíciles de obtener, ya que se encuentran en el Bullarium Romanum. Vosotros, sin embargo. Venerables Hermanos, no es preciso que leáis tanto para ver claramente cómo están las cosas. Sólo tenéis que ver los Estatutos y Regulaciones dictadas en los Sínodos de vuestros predecesores, ya que ellos han sido sumamente cuidadosos en incluir en sus Constituciones todo lo que los Romanos Pontífices han ordenado y decretado referente a esta cuestión.


   El meollo de la dificultad, no obstante, estriba en el hecho de que los Decretos Sinodales o bien se han olvidado o bien no se han llevado a efecto. Es de vuestra incumbencia, por lo tanto, Venerables Hermanos, restaurarlos a su prístino vigor. El carácter de vuestro sagrado oficio requiere que luchéis celosamente para hacerlos imponer. Es idóneo y adecuado, en este asunto, empezar por el clero, viendo que es su deber señalar a los otros cómo actuar rectamente e iluminar a todos los hombres con su ejemplo. Somos feliz en la confinnza de que por la gracia de Dios el buen ejemplo del clero traerá de nuevo al laicado descarriado al buen camino. Todo esto vosotros podéis mandarlo y ordenarlo con mayor facilidad y seguridad porque, según se Nos ha dicho, en los informes de hombres honorables y merecedores de toda confianza, no habéis arrendado vuestros bienes o vuestros derechos a los judíos y habéis evitado todo trato con ellos en lo concerniente a prestar o pedir prestado. De este modo estáis, así se Nos ha hecho entender, completamente libres y desembarazados de todo trato de negocios con ellos.     


    El sistemático modo de proceder prescrito por los sagrados cánones para exigir obediencia de los refractarios, en cuestiones de gran importancia como la presente, siempre ha incluido el uso de censuras y la recomendación de añadir al número de casos reservados los que se prevé serían causa próxima de peligro o riesgo para la religión. Sabéis muy bien que el Santo Concilio de Trento hizo todas las previsiones para reforzar vuestra autoridad, especialmente reconociendo vuestro derecho a reservar casos. El Concilio no sólo se abstuvo de limitar vuestro derecho exclusivamente a la reserva de los crimenes públicos, sino que fue mucho más allá y lo extendió a la reserva de actos descritos como más serios y detestables, en tanto que dichos actos no fueran puramente internos. En diversas ocasiones, en varios decretos y cartas circulares, las Congregaciones de Nuestra Augusta Capital han establecido y decidido que bajo el título de "más serios y detestables delitos" hay que incluir aquellos a los cuales la humanidad está más inclinada, y que son perjudiciales a la disciplina eclesiástica o a la salvación de las almas confiadas al cuidado pastoral de los Obispos. Nos hemos tratado este punto con alguna extensión en Nuestro Tratado del Sínodo Diocesano, Libro V, Capítulo V.


   Nos permitimos aseguraros que toda ayuda que podamos daros estará a vuestra disposición para asegurar el éxito en esta cuestión. Además, para hacer frente a las dificultades que inevitablemente se presentarán, si tenéis que proceder contra eclesiásticos exentos de vuestra jurisdicción, daremos a Nuestro Venerable Hermano, el Arzobispo de Nicea, Nuestro Nuncio en vuestro país, instrucciones apropiadas a este respecto, de modo que podáis obtener de él las facultades requeridas para tratar los casos que pudieran presentarse. Al mismo tiempo, solemnemente os aseguramos que, cuando se ofrezca una oportunidad favorable, Nos trataremos de este asunto con todo el celo y energía que podamos reunir, como aquellos por cuyo poder y autoridad el noble reino de Polonia puede ser limpiado de esta sucia mancha. Antes que nada, Venerables Hermanos, suplicad con todo el fervor de vuestra alma la ayuda de Dios, que es el Autor de todo bien. Implorad Su ayuda también, con seria plegaria, para Nos y para esta Sede Apostólica. Abrazándoos con toda la plenitud de la caridad, Nos muy amorosamente impartimos, tanto a vosotros como a las greyes encomendadas a vuestro cuidado, la Bendición Apostólica.


   Dada en Castel Gandolpho a 14 de junio de 1751, en el 11º año de Nuestro Pontificado.




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Contenido del sitio


(1) 1740-1758

(2) Bullarium Romanum, Vol. 26, pp. 297-300.

(3) 1512-1585

(4) 1159-1181

(5) 1198-1216.

(6) 1243-1254

(7) 1288-1294

(8) 1555-1559

(9) 1566-1572

(10) 1572-1585

(11) 1592-1605

lunes, 30 de septiembre de 2024

LEPANTO. G.K. Chesterton (traducción al español por J. L. Borges)


Blancos los surtidores en los patios del sol;
el Sultán de Estambul se ríe mientras juegan.
Como las fuentes es la risa de esa cara que todos temen,
y agita la boscosa oscuridad, la oscuridad de su barba,
y enarca la media luna sangrienta, la media luna de sus labios,
porque al más íntimo de los mares del mundo lo sacuden sus barcos.
Han desafiado las repúblicas blancas por los cabos de Italia,
han arrojado sobre el León del Mar el Adriático,
y la agonía y la perdición abrieron los brazos del Papa,
que pide espadas a los reyes cristianos para rodear la Cruz.
La fría Reina de Inglaterra se mira en el espejo;
la sombra de los Valois bosteza en la Misa;
de las irreales islas del ocaso retumban los cañones de España,
y el Señor del Cuerno de Oro se está riendo en pleno sol.
Laten vagos tambores, amortiguados por las montañas,
y sólo un príncipe sin corona, se ha movido en un trono sin nombre,
y abandonando su dudoso trono e infamado sitial,
el último caballero de Europa toma las armas,
el último rezagado trovador que oyó el canto del pájaro,
que otrora fue cantando hacia el sur, cuando el mundo entero era joven.
En ese vasto silencio, diminuto y sin miedo
sube por la senda sinuosa el ruido de la Cruzada.
Mugen los fuertes gongs y los cañones retumban,
don Juan de Austria se va a la guerra.
Forcejean tiesas banderas en las frías ráfagas de la noche,
oscura púrpura en la sombra, oro viejo en la luz,
carmesí de las antorchas en los atabales de cobre.
Las clarinadas, los clarines, los cañones y aquí está él.
Ríe don Juan en la gallarda barba rizada.
Rechaza, estribando fuerte, todos los tronos del mundo,
yergue la cabeza como bandera de los libres.
Luz de amor para España ¡hurrá!
Luz de muerte para África ¡hurrá!
Don Juan de Austria
cabalga hacia el mar.

Mahoma está en su paraíso sobre la estrella de la tarde
(don Juan de Austria va a la guerra.)
mueve el enorme turbante en el regazo de la hurí inmortal,
su turbante que tejieron los mares y los ponientes.
Sacude los jardines de pavos reales al despertar de la siesta,
y camina entre los árboles y es más alto que los árboles,
y a través de todo el jardín la voz es un trueno que llama
a Azrael el Negro y a Ariel y al vuelo de Ammon:
genios y Gigantes,
múltiples de alas y de ojos,
cuya fuerte obediencia partió el cielo
cuando Salomón era rey.

Desde las rojas nubes de la mañana, en rojo y en morado se precipitan,
desde los templos donde cierran los ojos los desdeñosos dioses amarillos;
ataviados de verde suben rugiendo de los infiernos verdes del mar
donde hay cielos caídos, y colores malvados y seres sin ojos;
sobre ellos se amontonan los moluscos y se encrespan los bosques grises del mar,
salpicados de una espléndida enfermedad, la enfermedad de la perla;
surgen en humaredas de zafiro por las azules grietas del suelo,
se agolpan y se maravillan y rinden culto a Mahoma.
Y él dice: Haced pedazos los montes donde los ermitaños se ocultan,
y cernid las arenas blancas y rojas para que no quede un hueso de santo
y no deis tregua a los rumíes de día ni de noche,
pues aquello que fue nuestra aflicción vuelve del Occidente.
Hemos puesto el sello de Salomón en todas las cosas bajo el sol
de sabiduría y de pena y de sufrimiento de lo consumado,
pero hay un ruido en las montañas, en las montañas y reconozco
la voz que sacudió nuestros palacios –hace ya cuatro siglos–:
¡Es el que no dice «Kismet»; es el que no conoce el Destino,
es Ricardo, es Raimundo, es Godofredo que llama!
Es aquel que arriesga y que pierde y que se ríe cuando pierde;
ponedlo bajo vuestros pies, para que sea nuestra paz en la tierra.
Porque oyó redoblar de tambores y trepidar de cañones.
(Don Juan de Austria va a la guerra).
Callado y brusco -¡hurrá!
Rayo de Iberia
Don Juan de Austria
sale de Alcalá.

En los caminos marineros del norte, san Miguel está en su montaña.
(don Juan de Austria, pertrechado, ya parte)
donde los mares grises relumbran y las filosas marcas se cortan
y los hombres del mar trabajan y las rojas velas se van.
Blande su lanza de hierro, bate sus alas de piedra;
el fragor atraviesa la Normandía; el fragor está solo;
llenan el Norte cosas enredadas y textos y doloridos ojos
y ha muerto la inocencia de la ira y de la sorpresa,
y el cristiano mata al cristiano en un cuarto encerrado
y el cristiano teme a Jesús que lo mira con otra cara fatal
y el cristiano abomina de María que Dios besó en Galilea.
Pero Don Juan de Austria va cabalgando hacia el mar,
don Juan que grita bajo la fulminación y el eclipse,
que grita con la trompeta, con la trompeta de sus labios,
trompeta que dice ¡ah!
¡Domino Gloria!
Don Juan de Austria
Les está gritando a las naves.

El rey Felipe está en su celda con el Toisón al cuello
(don Juan de Austria está armado en la cubierta)
terciopelo negro y blando como el pecado tapiza los muros
y hay enanos que se asoman y hay enanos que se escurren.
Tiene en la mano un pomo de cristal con los colores de la luna,
lo toca y vibra y se echa a temblar
y su cara es como un hongo de un blanco leproso y gris
como plantas de una casa donde no entra la luz del día,
y en ese filtro está la muerte y el fin de todo noble esfuerzo,
pero don Juan de Austria ha disparado sobre el turco.
Don Juan está de caza y han ladrado sus lebreles,
el rumor de su asalto recorre la tierra de Italia.
Cañón sobre cañón, ¡ah, ah!
Cañón sobre cañón, ¡hurrá!
Don Juan de Austria
ha desatado el cañoneo.

En su capilla estaba el Papa antes que el día o la batalla rompieran.
(Don Juan está invisible en el humo)
En aquel oculto aposento donde Dios mora todo el año,
ante la ventana por donde el mundo parece pequeño y precioso.
Ve como en un espejo en el monstruoso mar del crepúsculo
la media luna de las crueles naves cuyo nombre es misterio.
Sus vastas sombras caen sobre el enemigo y oscurecen la Cruz y el Castillo
y velan los altos leones alados en las galeras de San Marcos;
y sobre los navíos hay palacios de morenos emires de barba negra;
y bajo los navíos hay prisiones, donde con innumerables dolores,
gimen enfermos y sin sol los cautivos cristianos
como una raza de ciudades hundidas, como una nación en las ruinas,
son como los esclavos rendidos que en el cielo de la mañana
escalonaron pirámides para dioses cuando la opresión era joven;
son incontables, mudos, desesperados como los que han caído o los que huyen
de los altos caballos de los Reyes en la piedra de Babilonia.
Y más de uno se ha enloquecido en su tranquila pieza del infierno
donde por la ventana de su celda una amarilla cara lo espía,
y no se acuerda de su Dios, y no espera un signo.
(¡Pero Don Juan de Austria ha roto la línea de batalla!)
Cañonea don Juan desde el puente pintado de matanza.
Enrojece todo el océano como la ensangrentada chalupa de un pirata,
el rojo corre sobre la plata y el oro.
Rompen las escotillas y abren las bodegas,
surgen los miles que bajo el mar se afanaban
blancos de dicha y ciegos de sol y alelados de libertad.
¡Vivat Hispania!
¡Domino Gloria!
¡Don Juan de Austria
ha dado libertad a su pueblo!

Cervantes en su galera envaina la espada
(don Juan de Austria regresa con un lauro)
y ve sobre una tierra fatigada un camino roto en España,
por el que eternamente cabalga en vano un insensato caballero flaco,
y sonríe (pero no como los Sultanes), y envaina el acero…
(Pero Don Juan de Austria vuelve de la Cruzada.)

G.K. Chesterton, publicada en 1911.
Traducción por Jorge Luis Borges publicada en 1938.